Mittwoch, 19. Januar 2011

Tres relatos breves
Víctor Montoya

EL ENCAPUCHADO
Cuando Aquiles entró en la cámara de torturas, donde estaba el preso 
colgado de una viga, un oficial cerró la puerta de un puntapié y dijo:
—¡Torturar es un oficio y un deber!
Aquiles, consciente de que su oficio estaba en contra de su voluntad, no sabía si empezar hablando o golpeando como otras veces. Se acercó a las gavetas de la mesa, se quitó el cinturón ribeteado de balas y bebió varios sorbos de agua en una calabaza. Limpió el gollete con una mano, mientras con  la otra acariciaba la cacha de su revólver.
Paseó alrededor del encapuchado, mirándolo sin mirarlo. Y, a medida que se desabrochaba la camisa, recordaba el día en que fue sorprendido forcejeando a una muchacha en el sótano del colegio, la mirada inquisidora del profesor y esos pechos similares a cántaros de miel.
—¡Está expulsado! —le increpó el profesor.
Aquiles, al cabo de aflojarse la camisa a la altura del tórax, fijó los ojos en el encapuchado, quien pendía con las manos esposadas, las ropasdesgarradas y empapadas por el agua.
—¿Dónde están los otros? —inquirió, respirándole muy cerca.
El encapuchado, consternado por la voz que le parecía conocida, se limitó a negar con la cabeza, poco antes de que un puñetazo retumbara en su pecho y reventara sus huesos.
—¡Hijo de puta! ¿Dónde están los otros? —insistió Aquiles, exhalando suspiros profundos, justo cuando sus energías comenzaban a languidecer.
Más tarde dejó errar la mirada por doquier, hasta que gotas escarlata le cruzaron por los ojos. Levantó la cabeza hacia el torturado y le sacó la capucha, despavorido por la muerte que se cargaba toda la información por la maldita suerte de haber empuñado la mano en un momento de furor.
Cuando la capucha cayó al agua, la víctima se había ido ya en un vómito de sangre, y, en su rostro pálido como la luz de la luna, Aquiles no encontrómás que los ojos desorbitados de su mejor amigo de infancia.
 
ME PODRÁN MATAR, PERO NO MORIR
”Te buscan para matarte”, le dice su padre por décima vez. Ella cuenta las nueve cicatrices de su cuerpo y contesta: ”Me podrán matar, pero no morir…”.
Al levantar la cabeza entre paredes calcáreas, se enfrenta al rostro salvaje de sus torturadores. Uno de ellos, el más corpulento, bigote poblado y pistola al cinto, le sonríe mirándola a los ojos. ”¿Así que tú eres la inmortal?”, dice, mientras le quita los zapatos, el cinturón, los botones y
el reloj, para que no pueda huir ni sepa qué hora o qué día es.
Le cubren los ojos con venda y la conducen asida de los brazos por un pasillo. Ella se mueve apenas, como caminando en falso al borde de un precipicio. La introducen en una habitación que apesta a muerte. La desnudan a zarpazos y le arrancan la venda de los ojos.
Por un tiempo, dificultada todavía por la luz hiriente, observa a hombre que entran, salen y entran, y a un perro que se le acerca batiendo el rabo. El perro tiene el hocico babeante. Huele. Lame. Se aleja y se mete entre las piernas de su amo. En la habitación contigua, mira una mesa con mandos electrónicos: un reflector, un recipiente, una radio, un somier y varios ganchos con cadenas en la pared. Al otro lado de la ventana hay una calle oscura y fría, donde el viento sopla con una violencia que puede levantar piedras y arrojarlas contra las puertas.
Un torturador se le acerca por la espalda y la encapucha. Otro la manosea por todas partes y le esposa las muñecas. Aquí comienza el ritual de la tortura. Primero es el simulacro de fusilamiento, después el submarino en el recipiente de orines y escupitajos. La inclinan y sumergen en la ”bañera”, tirando de sus pezones con ganchos de hierro. Ella, a punto de asfixiarse, abre la boca y se desmaya.
Le sacan la capucha…
Recobra el conocimiento y percibe voces lejanas, como despertando de una pesadilla. Está atada al somier, los brazos y las piernas abiertas. Clava la mirada en el techo y tiene la sensación de estar flotando a cielo abierto.
La sombra de un hombre cruza por sus ojos y la brasa de un cigarrillo desciende hasta su pecho. Ella lanza un alarido y ellos suben el volumen de la radio.
Le recorren la picana de punta a punta. La picana tiene dos cables bien trenzados, bien empalmados. Uno le aplican en la boca y el otro en el ano. A la primera descarga, ella siente estallar su cabeza y cuerpo en esquirlas. Seguidamente, hombres y perro la violan hasta reventarla por dentro. No conformes con esto, unos le orinan en la cara y otros le descargan golpes de culata. La levantan esparciendo su sangre en el vacío y la arrastran por unos pasillos hasta la última celda; allí estará incomunicada, las manos esposadas a la pared y sin más consuelo que pan y agua.
Cuando despierte de su horrible pesadilla, mirará un rayito de luz atravesando la oscuridad de la celda. Se tocará el cuerpo que parece inexistente y, mientras un hilo de sangre le escape por los labios, repetirá: ”Me podrán matar, pero no morir…”.
 
CONFESIONES DE UN FUGITIVO
I
Al reclinar la nuca sobre la almohada, me asaltó el vivo recuerdo de aquel suceso que me marcó de por vida; era sábado al mediodía, el cielo estaba gris y la muchedumbre se agolpó en las calles. El Presidente llegó a la plaza principal, escoltado por una caravana de jeeps y motos que le abrían paso entre quienes agitaban pancartas con su retrato. Avancé hacia donde estaba instalada la tarima de oradores, sin más ilusión que acabar con la vida de ese hombre convertido en el dictador más abominable de la historia.
Cuando salió del coche blindado y caminó entre sus partidarios, que voceaban al unísono: “¡Viva el Presidente! ¡Viva el General!”, lo seguí de cerca, burlando la vigilancia de sus guardaespaldas, quienes miraban alrededor poniendo en jaque a la multitud en estado de euforia.
El Presidente subió por los escalones de la tarima, donde sus admiradoras, de rostros maquillados y vestidos escotados, se le abalanzaban para abrazarlo y besarlo. Me paré en el flanco, dispuesto a descargar la pistola que escondía en el abrigo. El Presidente se paró frente a la hilera de micrófonos y pancartas, y alzó los brazos para responder a las ovaciones de sus seguidores. Ése fue el instante que aproveché para asesinarlo. Saqué la pistola y disparé cuatro tiros que le penetraron por el costado izquierdo, justo por donde estaba desguarnecido su chaleco antibalas. El quinto tiro lo alcanzó en la frente, por donde le saltó la sangre a borbotones. La bala le destapó los sesos y lo tumbó con la sonrisa congelada, mientras sus guardaespaldas, protegiéndolo sobre las tablas, disparaban y gritaban aturdidos. Aproveché el oscuro caos y me escabullí entre la gente que huía a tropezones.
Ese mismo día se decretó Estado de Sitio, se tendió un cerco alrededor de la ciudad y las fuerzas de seguridad empezaron a requisar las casas de los opositores. Los allanamientos se prolongaron por varios días, pero no se dio con el autor del crimen, porque el autor, como ustedes ya lo saben, fui yo, nadie más que yo; un hombre acostumbrado a convivir con la oscuridad y el silencio, y dispuesto siempre a recobrar mi libertad a cualquier precio.
II
Dos meses después de aquel suceso que conmocionó al país y provocó un amotinamiento cuartelario, caí a merced de mis perseguidores, quienes, a poco de seguir mis huellas y detenerme en una casa de seguridad, me condujeron a la cárcel, donde me torturaron varios días y varias noches, hasta dejarme a un pelo de la muerte. No recuerdo todo, pero si el maltrato que recibían los presos, que berreaban como cerdos en las cámaras de tortura. En realidad, si me permiten ser más preciso, diré que en todas las cárceles se usaban los mismos métodos de suplicio: los choques eléctricos en las zonas sensibles del cuerpo, la máscara antigás para provocar la muerte por asfixia, la ”percha del loro” y el temible “submarino”, donde zambullían al preso en un recipiente de agua mugrienta, colgado de los pies como la res en el matadero.
Todavía recuerdo la noche que me encerraron en una celda solitaria y maloliente, desde cuya ventanilla, que daba a la celda contigua, me hice testigo de un crimen que ya no puedo callar por más tiempo. Todo comenzó con los gritos de un torturador:
—¡Traigan al terrorista!
Asomé los ojos por la rendija de la ventanilla y divisé a otros torturadores que, arrastrando el cuerpo de un preso, entraron en la celda iluminada por el foco pendido del techo. Uno de los tres, que sujetaba a un perro por la correa y con una cicatriz en la cara, ordenó:
—¡Desvístanlo!
El preso, que permanecía inmóvil y callado, quedó desnudo ante el perro que lo miraba inquieto, feroz y babeante.
Dos torturadores lo sujetaron por los brazos, le inclinaron el cuerpo y le separaron las piernas, dejando que el tercero lo sodomizara con el palo de la escoba. Después acercaron el hocico del perro hacia las piernas del preso, quien, a ratos, parecía que iba a hablar, llorar, gritar; pero nada,
se mordió los labios y las lágrimas le estallaron en los ojos. El perro, azuzado por su amo, se levantó sobre las patas traseras y arrancó de un bocado los genitales del desgraciado. La sangre le manó a chorros y los torturadores lo sacaron de la celda.
Pasada la media noche, volvieron acompañados por una niña y una mujer embarazada, desnuda y desgreñada.
—¿Qué hizo esta mierda para merecer la muerte? —preguntó uno.
—Es la querida de un terrorista —contestó otro.
La mujer cerró los ojos y las lágrimas le surcaron las mejillas. La niña, sujeta al brazo de su madre, permanecía callada pero asustada.
Los tres torturadores se movían como sombras bajo el chorro de luz, infundiéndome una sensación de miedo.
—¡A la silla! —ordenó el de la cicatriz, limpiándose el sudor de la frente. La mujer se sentó con las manos cruzadas sobre el vientre. La sujetaron contra el respaldo, apartándola de la niña. Uno de ellos, aspecto de matón y mirada fría, le dio un revés que le reventó los labios. Luego, levantándole el mentón con el dedo, dijo:
—¡Ya que te negaste a hablar por las buenas, ahora hablarás por las malas!
La niña, adosada contra la pared, rompió a llorar con las manos en la cara.
—¿Dónde está tu marido?
La mujer no dijo nada. Tenía los ojos fijos pero aguados.
—¡Te he preguntado, gran puta! —prorrumpió con un bramido que lo sacudió de pies a cabeza.
Los torturadores la tiraron contra el piso sanguinolento. La volvieron a levantar por los brazos. La sujetaron contra la silla y la golpearon delante de su hija, una niña de no más de cinco años, quien, aterrada por la bestialidad humana, fue obligada a mirar cómo un torturador tiraba con
pinzas de los pezones de su madre, mientras otro le introducía el cañón del fusil entre las piernas. La niña lloraba a gritos, a medida que su madre era insultada y agredida con objetos contundentes. La golpiza fue tan violenta que, de sólo escuchar las voces y los quejidos, me dio la impresión de que su criatura se le metía entre las costillas. Al final de la sesión, uno de
ellos, el más sádico y corpulento, tomó a la niña por los pies, la puso ante los ojos de su madre y advirtió:
—¡Si no hablas, la vamos a matar!... ¡La vamos a matar, carajo!
—¡No!... A ella no... —suplicó la madre, la cabellera cubriéndole la cara y la voz quebrada por el llanto.
—Entonces, ¡habla pues, gran puta! ¡Habla!...
La mujer, empapada en sangre y sudor, seguía implorando que no tocaran a la niña. Pero ellos, movidos por sus instintos salvajes, decidieron hacerla el ”submarino” delante de su madre, quien, atada al respaldo de la silla, no cesó de gritar ni de implorar, hasta que le sobrevino un ataque repentino que la tumbó contra el piso.
Dos torturadores, al constatar que la mujer falleció en el acto, la arrastraron de los cabellos y la sacaron de la celda. El tercero, respirando como bestia excitada, sujetó a la niña por los pies y la batió en el aire, golpeándole la cabeza contra la pared que sonó seca y hueca. La niña cayó al
suelo, y yo, conmocionado por la escena, retiré los ojos de la rendija y volví a sentarme en un rincón, temblando de miedo y de frío.
III
Al día siguiente entraron dos torturadores en mi celda. Me pusieron la capucha, me condujeron por un pasillo, me subieron por unas gradas y me introdujeron en una celda del segundo piso, donde me arrojaron como un costal de papas. Después me quitaron la capucha mirándome con infinito desprecio. Uno de ellos, que lucía un anillo de oro macizo, me dio un revés que me hizo arder la cara.
—¡De aquí no se escapará ni tu sombra, carajo! —dijo frotándose las manos.
Lo miré taciturno y luego miré en derredor, pensando que su amenaza no era suficiente para que dejara de soñar con la libertad.
Los torturadores abandonaron la celda y trancaron la puerta a sus espaldas, dejándome sumido en la oscuridad.
Desde ese día, y por el lapso de varias semanas, planifiqué cómo fugarme de la cárcel, hasta que se me ocurrió la idea de cavar un túnel a través de la pared que daba a un callejón sin salida. Esa misma noche quité los mosaicos y me dediqué a horadar la pared con la ayuda de un clavo que, envuelto en una pequeña bolsa de plástico, escondía detrás del marco de la puerta. Al concluir la faena, tapaba el agujero con los mismos mosaicos, que unía con pasta dentífrica y papel mojado; en tanto los puñados de tierra que extraía del orificio, los echaba en el desagüe que servía de baño; un proceso cuidadoso que empezaba a la media noche y concluía poco antes de que llegara el carcelero a inspeccionar la celda.
Cuando todo estuvo acabado, sólo me quedó aguardar el momento preciso de la fuga. Esperé pacientemente hasta las vísperas de los festejos del año nuevo. Así fue, esa noche, minutos antes del toque de campana que anunciaba el nacimiento de un nuevo año, el carcelero cruzó por la celda, asomó su rostro por la mirilla. Al verme tendido en la cama, la nuca reclinada contra la
pared y los brazos sobre el pecho, se retiró haciendo tintinear su llavero contra las hebillas de su cinto.
Apagué la luz de la celda por última vez y me alisté como estaba previsto. Quité los mosaicos de la pared, atravesé el boquete de 30 centímetros de diámetro y me fugué con la agilidad de un gato. Salté hacia el callejón sin salida, trepé hasta el tejado de las viviendas aledañas por una pared de adobes y bajé a un jardín exterior con la ayuda de una sábana retorcida como cuerda. Estando en medio de la calle vacía y fría, apenas iluminada por la luz de la luna, me adosé contra la pared y corrí pensando en que el sueño de la libertad no puede estar encerrado entre los gruesos muros de la cárcel.

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